Dios El Padre: Un Dios de Amor (3 de 3)

Un Dios de Amor (y 3).

Introducción.

En el tema anterior vimos a Dios como un Dios de Refugio, a quien acudir para buscar protección. También presentamos a Dios como un Dios perdonador, que hace “borrones, y cuentas nuevas”. Es un Dios bondadoso y fiel a pesar de nuestra infidelidad. Es un Dios que Salva y nos hace justicia y nos vengará cuando ya no haya más oportunidad de arrepentimiento. Es un Dios paternal, el mejor Padre que podremos jamás tener, y que nunca nos dejará y nunca fallará. En el tema de hoy vamos a ver cómo Jesús reveló al Padre en dos puntos, como un Dios que da desinteresadamente, y como un Dios de amor.

1. Dios el Padre en el Nuevo Testamento.

En el Nuevo Testamento, se nos revela al Padre como el Originador de todas las cosas, el Padre de todos los verdaderos creyentes, y en un sentido especialísimo, el Padre de Jesucristo.

1. EL PADRE DE TODA LA CREACIÓN.

Pablo identifica al Padre, distinguiéndolo de Jesucristo: “Sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas… y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él” (1 Corintios 8:6; ver Hebreos 12:9; Juan 1:17). El apóstol da el siguiente testimonio: “Doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda la familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:14, 15).

2. EL PADRE DE TODOS LOS CREYENTES.

En los tiempos del Nuevo Testamento existe esta relación espiritual entre Padre e hijo, no ya entre Dios y la nación de Israel, sino entre Dios y el creyente como individuo. Jesús provee los parámetros que guían esta relación (Mateo 5:45; 6:6―15), que se establece cuando el creyente acepta a Jesucristo (Juan 1:12, 13).
Gracias a la redención que Cristo ha hecho, nosotros los creyentes somos adoptados como hijos de Dios. El Espíritu Santo facilita esta relación. Cristo vino para redimir “a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama ¡Padre!” (Gálatas 4:5, 6, ver Romanos 8:15, 16).

3. JESÚS REVELA AL PADRE.

Jesús, es decir, Dios el Hijo, nos proporcionó la revelación más profunda que se pueda tener de Dios el Padre. Lo hizo al venir en carne humana, a ser uno con nosotros y entre nosotros. Él era, y es, en la forma más literal, la autorrevelación de Dios, es decir, Dios revelándose a sí mismo a través de una de las personas de la Trinidad. Juan dice en su evangelio, capítulo 1 versículo 18: “A Dios nadie le vio jamás, el unigénito Hijo… él le ha dado a conocer”. Jesús dijo más adelante, en Juan 6:38 “He descendido del cielo”. Y en Juan 14:9 afirma: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Conocer a Jesús es conocer al Padre. Esto se entiende cuando dos personas han estado tanto tiempo juntas y son tan iguales, tan identificados el uno con el otro, que las terceras personas que podamos estar en compañía de uno o de otro, tendremos la sensación de estar ante la misma persona.
La epístola a los Hebreos hace énfasis en la importancia de esta revelación personal: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo… siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (Hebreos 1:1-3).
1. Un Dios que da
Jesús reveló que su Padre es un Dios generoso, que da en abundancia. Vemos su generosidad en el acto de dar durante la creación, en Belén y en el Calvario.
En el momento de la creación, el Padre y el Hijo actuaron juntos. Dios nos dio vida aún cuando sabía, porque Dios lo sabe todo, como vimos es Omnisapiente, nos dio vida aún cuando sabía que eso le iba a costar la vida de su Hijo. ¿Os imagináis a vosotros enviando a vuestro hijo a un lugar hostil, lleno de miseria, agresividad, enfermedad, corrompido, peligroso? ¿Dejaríais que vuestro hijo o hija fuese allí? Pues el Padre, aún sabiéndolo, consintió en que su Hijo fuese a un lugar así, nuestro mundo, y además sabía que eso le iba a costar la vida. ¡Debió ser dolorosísimo para el padre enviar a su hijo a este planeta! ¿Os imagináis lo que pudo haber sentido el Padre cuando vio a su Hijo dejar el lugar de honor en el cielo, dejar de ser adorado por los ángeles santos, de ser obedecido, para convertirse en un ser humano que nació en lo que hoy llamaríamos el sucio garaje de una pensión de pueblo? Eso eran los establos de entonces. Y en vez de un pesebre, hoy diríamos que lo acomodaron en un banco de herramientas de mecánico, con unos trapos limpios de esos que se usan para quitarse la grasa. ¿Qué pudo sentir el Padre al ver todo eso? ¿Qué pudo sentir el Padre cuando en este mundo a penas se le reconocía como lo que era, el Hijo de Dios? Aún más, ¿y cuando fue odiado por los hombres, maltratado, torturado, insultado y finalmente asesinado?
Es ahí, en el Calvario donde podemos conocer mejor al Padre. El Padre, siendo divino, sufrió el dolor de verse separado de su hijo, tanto en la vida, por dejar el cielo, como en la muerte. Precisamente por ser Dios, tuvo que vivir, tuvo que experimentar esto de forma muchísimo más intensa que cualquier ser humano con su propio hijo o hija. Además sufrió con Cristo en la misma medida en que sufrió Cristo en la cruz. ¿Qué mayor testimonio puede haber de un Padre que estimarnos tanto o más que a su propio Hijo?
2. Un Dios de amor
El tema favorito de Jesús era la ternura y el abundante amor de Dios. Jesús dijo “amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:44, 45). “Y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos como vuestro Padre que está en los cielos es misericordioso” (Lucas 6:35, 36).
Al humillarse cuando lavó los pies de sus discípulos, también se humilló para lavar los pies de aquél que le traicionaría momentos después, aún sabiendo que lo iba a entregar. Cuando observamos al Señor haciendo cantidad de milagros, dando de comer a aquella gran multitud de personas con apenas unos pocos panes y un par de peces, cuando contemplamos al que creó al ser humano abriendo el oído de los sordos para que puedan oír, cuando vemos al Verbo abriendo la boca de los mudos y desatando su lengua para que puedan hablar, cuando miramos a Aquél que es la Luz del mundo abriendo los ojos de los ciegos para que puedan ver la Luz, cuando nos fijamos en aquél que dio vida y movimiento a una estatua de barro en el Edén haciendo a los paralíticos andar de nuevo, cuando vemos al que creó todo lo bello sanando a los leprosos, cuando vemos al originador de la vida resucitando muertos, cuando vemos al Santo Ser sin pecado perdonando los pecados de los hombres, cuando observamos a Aquél que creó los espíritus echando fuera demonios, no podemos evitar ver al Padre mezclándose con los hombres, participando en cada uno de esos milagros, dándoles vida, liberándolos, otorgándoles esperanza, atrayendo la atención del ser humano sobre aquella tierra nueva ya restaurada y prometida que está por venir.
Cristo sabía que la única forma de llevar a las personas al arrepentimiento era revelarles el grandísimo y precioso amor de su Padre (Rom. 2:4).
Tres de las parábolas de Cristo se centran en desvelar el amor y la preocupación del Padre por la humanidad caída y perdida, en Lucas 15. La parábola de la oveja perdida enseña que la salvación viene a nosotros por iniciativa de Dios, y no porque nosotros podamos buscarlo a él. Así como un buen pastor cuida y se preocupa por sus ovejas, y llega a arriesgar su vida por una de ellas si se pierde o falta, de igual modo y en mayor medida Dios manifiesta su amor y su anhelo por salvar a cada pecador perdido, por cada uno de nosotros, por ti y por mí.
Esta parábola tiene un significado que trasciende más allá de nuestro mundo, de sus límites físicos. La oveja perdida representa el mundo rebelde a la voluntad de Dios, una miserable motita de polvo en medio del océano del universo. El mero hecho de que Dios entregase a su propio Hijo, lo más preciado en todo el Universo, sólo con el fin de restaurar a esos diminutos seres que habitan sobre la superficie de esa miserable motita de polvo, para traerles de nuevo al redil, al establo, a casa, nos dice que nuestro mundo caído es tan precioso, tan valioso a los ojos de Dios como el resto de toda su creación, nuestro mundo, tú y yo valemos a los ojos de Dios, tanto como los miles de millones de estrellas que hay en el Universo, en toda la creación.
Otra parábola es la parábola de la moneda perdida. Una mujer pierde una moneda, y barre toda la casa, la pone patas arriba, busca luz para ver en los rincones más oscuros y escondidos. Y una vez que ha encontrado la moneda, rápidamente comparte su alegría con las vecinas respirando aliviada y feliz.
Y qué decir de la parábola del hijo pródigo. En ella Jesucristo nos mostró el amor infinito del Padre que recibe de nuevo a aquél hijo joven que derrochó más que el dinero, la vida. Y vemos al Padre recibiéndolo de nuevo, dándole la bienvenida, haciendo fiesta mostrando alegría por ese hijo que ha regresado, que estaba muerto y ahora vive. En Lucas 15:7 Jesús dijo: “Os digo que del mismo modo habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”. ¿Seremos capaces de imaginar todo el gozo que haya en el cielo cuando Jesucristo regrese por segunda vez a la tierra, y por fin todos los santos redimidos, los vivos transformados, y los muertos resucitados, seamos reunidos con nuestro Señor? Ese día será un grandísimo día de fiesta para los santos, los que vayamos a vivir con el Señor.
El nuevo Testamento nota la íntima participación que el Padre tiene en el retorno de su Hijo. Ante la segunda venida, los malvados claman a las montañas y las rocas diciendo: “Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquél que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero” (Apocalipsis 6:16). Esa será la cara triste de la moneda, pero no porque Dios así lo haya querido, sino porque esas personas habrán hecho su decisión con anterioridad, habiendo desperdiciado su oportunidad. Jesús dijo: “Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles” (Mateo 16:27). “Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mateo 26:64).
Sin duda alguna, con el corazón palpitando de anhelo, el Padre anticipa la Segunda Venida, cuando los redimidos seamos finalmente llevados al hogar celestial, para siempre. Entonces se verá que su acto de enviar a “su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él” (1 Juan 4:9) claramente no habrá sido en vano. Únicamente el amor abnegado e insondable puede explicar por qué, aunque éramos enemigos, “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10). ¿Cómo podríamos rechazar tal amor, y rehusar reconocerle como nuestro Padre?
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